Un día, cuando Jorge Javier Vázquez se disponía a salir del hotel donde había reservado una habitación se encontró con algo que superaba sus expectativas. Esa vida de presentador de televisión que se imaginaba acababa de subir varios escalones en el ranking de fama al estar nominado a un gran premio. Toda la recepción del hotel estaba repleta de reporteros, cámaras, periodistas y fans que esperaban su salida. Estaba nervioso, pálido, no sabía como atravesar ese hall que tan solo medía 16 metros cuadrados. Su ascensor se detuvo una planta después del suyo, los nervios hicieron que se le empañaran las gafas, no creía que su camino fuera tan corto, ya estaba pensando preguntas sobre él mismo que no iba a saber responder. Para su sorpresa, quien entró fue Pablo Alborán, nominado también al premio. Ambos se miraron, nerviosos, sabían que vivían vidas completamente diferentes, pero a la vez muy parecidas, vidas donde la privacidad estaba sobrevalorada, no eran capaces de salir de sus casas e ir a otro lado sin ver un flash impactando contra ellos mismos o micrófonos que les cortaran el paso en cualquier lado. Estaban cansados, el no tener un momento de tranquilidad y privacidad les estaba consumiendo por dentro y decidieron idear un plan. No pararon en recepción, salieron por el garaje en el Wolsvagen rojo de Pablo, ahorrándose el mal trago de los paparazzis. A partir de ese día Jorge y Pablo se conocieron mejor y se convirtieron en mejores amigos.
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